La sociedad balear, aquejada de un nacionalismo rancio, se empeña en no deshacerse de sus peores defectos, practicándose a si misma la ley del doble rasero. Si la corrupción, el paro, la crisis económica y la falta de recursos no fuesen suficientes problemas con los que lidiar, seguimos empeñados en crearnos nuevos, y más inverosimiles cuanto más nos acercamos al terreno de lo político.
Uno de los temas en los que la controversia está a la orden del día es la procedencia, linaje, estirpe o casta de nuestros representantes políticos. Estos días, nos hemos cansado de ver, en diversas formaciones políticas de las islas, que sus aparatos de partido alientan las corrientes de opinión en favor de candidatos con raíces baleares, que defenderán desde su experiencia como tal, los intereses de nuestra comunidad. Lo mismo les da que se trate de un tránsfuga, un corrupto, un desalmado o un pirata de la vieja escuela; eso si, que se apellide, al menos, Aguiló, Amengual, Artigues, Serra... Eso, parece mentira, les da un extra de confianza que no lo tenemos los Cortés, González, López o Fernández. Es como un mérito innato, propio de una casta inalcanzable.
La política, vista desde ese punto de vista, no puede considerarse una actividad seria, no goza de la ética y la democracia que se le presupone; estar predispuestos a escuchar con prejuicios los discursos políticos por el simple hecho del linaje de sus protagonistas, nos demuestra que nuestra democracia es tan débil como nuestras ansias de progreso, que nuestra mente está tan anclada en lo que fuimos que ni siquiera nos hemos planteado lo que podemos llegar a ser.
Por último, más despreciable me resultan los que hacen uso de ese discurso para convencer de una mayor valía, aferrándose a la pureza de su estirpe, al valor de sus raíces por encima del de sus razones, haciendo uso de méritos que no le corresponden más que a sus antepasados, y que en forma de herencia buscan perpetuar como, en esos países que llamamos tercermundistas, lo hacen los miembros de las castas superiores.